La primera vez que escribí este articulo tenía exactamente cuatro meses de haber comenzado a dar clases; hoy cinco años después continuo experimentando el mismo placer al entrar al salón de clases, en preparar mi clase y en notar cuando un alumno aprende sobre un tema, se despierta su curiosidad o decide abrir un libro.
Una de las características más agradables de ser docente, en lo personal, lo representa la libertad de catedra; ésta, como casi todos los demás elementos de la docencia, representa un reto continuo a la ética profesional, ya que resulta sencillo repetir continuamente una y otra vez la misma información. Sin embargo, comprometerte en la educación y formación de otras personas implica ser consciente de que influyes sobre el futuro de la misma y, en escala, en el futuro del país que habitamos.
Durante estos años de trabajar en el plantel 20 del Colegio de Bachilleres me ha tocado trabajar con 3 generaciones que ya salieron, recientemente contacté a un alumno para organizar una mesa redonda o tertulia para los jóvenes de segundo semestre con el propósito de presentarles una mínima muestra del perfil de los egresados del colegio; me causo gran satisfacción comprobar que para los ex alumnos compartir su experiencia en el bachiller es un gusto, así como motivar a otros a continuar con sus estudios.
Generar estos espacios es una motivación intrínseca que, a corto, mediano y largo plazo, beneficia al docente y lo vuelve una mejor persona tanto a nivel íntimo, familiar como profesional. Todas las lecturas de la especialidad mencionan que la escuela debe ser parte viva de la comunidad, si un maestro está vivo en su interior podrá compartir sus experiencias a través de la enseñanza y ser ejemplo para los seres con los que convive.